Dormía plácidamente la mañana del primer viernes de este nuevo año, ya que gozo de las inconmensurables ventajas de ser empleada del Estado. Entre sueños comencé a percibir ruidos espantosos y, por un momento, debido al embotamiento que precede a la vigilia, temí estar en la Franja de Gaza en pleno conflicto bélico con los israelíes.
Cuando manoteé el celular, que ya desde hace años remplazó a mi antiguo despertador, vi con amargura que eran las 8 de la mañana.
No hubo almohada sobre la cabeza, vidrios ni persianas que lograran ahuyentar el ruido de los motores y las bocinas que aparentaban una procesión de coches llevando a bordo mujeres a punto de parir o niños al borde de la muerte.
Por un momento tuve una necesidad imperiosa de abrir la ventana y disparar con una bazooka directamente a la intersección de Ayacucho y Viamonte. Pero me detuvieron dos motivos. El primero, si lo hacía me convertiría en uno de ellos. El segundo, no tengo una bazooka.
Suelen indignarme varias facetas de nuestro ser argentino, y esa ansiedad que sólo sabemos canalizar rompiéndole las pelotas al otro es una de las más notorias.
No puedo dejar de preguntarme, ¿qué piensan que van a lograr apretando las bocinas de ese modo compulsivo?, ¿creen, en su estúpida prepotencia, que este mecanismo tiene el poder de acelerar nuestro desastroso tráfico?
Hay países en los que las bocinas no suenan, de hecho está prohibido presionarlas, y el tráfico vehicular no se asemeja a los éxodos masivos y desesperados que anticipan el fin del mundo en las típicas películas norteamericanas, sino todo lo contrario, transcurre con una armonía digna de lo que solemos considerar civilizado.
Me levanté, por supuesto, con el humor de perros que generalmente tiene uno cuando lo despiertan de ese modo, sobre todo un día no laborable y, por un momento, sentí cierta pena por esa gente que sí debía afrontar otro día ajetreado y rutinario en el espantoso verano porteño.
Pero se me pasó enseguida. No me generan ningún buen sentimiento perdurable. Me gustaría tener la oportunidad de despertarlos con una banda del ejército en sus oídos y que lo primero que vean sus ojos sea el mismísimo demonio (si es que existe) o cualquier ser horrendo que se le parezca.
¡Vamos! No es que sea odiosa, todos los humildes peatones e incluso todos lo que en esos momentos no estamos montados en la cólera de un embotellamiento, pensamos cosas iguales de crueles.
Cuando manoteé el celular, que ya desde hace años remplazó a mi antiguo despertador, vi con amargura que eran las 8 de la mañana.
No hubo almohada sobre la cabeza, vidrios ni persianas que lograran ahuyentar el ruido de los motores y las bocinas que aparentaban una procesión de coches llevando a bordo mujeres a punto de parir o niños al borde de la muerte.
Por un momento tuve una necesidad imperiosa de abrir la ventana y disparar con una bazooka directamente a la intersección de Ayacucho y Viamonte. Pero me detuvieron dos motivos. El primero, si lo hacía me convertiría en uno de ellos. El segundo, no tengo una bazooka.
Suelen indignarme varias facetas de nuestro ser argentino, y esa ansiedad que sólo sabemos canalizar rompiéndole las pelotas al otro es una de las más notorias.
No puedo dejar de preguntarme, ¿qué piensan que van a lograr apretando las bocinas de ese modo compulsivo?, ¿creen, en su estúpida prepotencia, que este mecanismo tiene el poder de acelerar nuestro desastroso tráfico?
Hay países en los que las bocinas no suenan, de hecho está prohibido presionarlas, y el tráfico vehicular no se asemeja a los éxodos masivos y desesperados que anticipan el fin del mundo en las típicas películas norteamericanas, sino todo lo contrario, transcurre con una armonía digna de lo que solemos considerar civilizado.
Me levanté, por supuesto, con el humor de perros que generalmente tiene uno cuando lo despiertan de ese modo, sobre todo un día no laborable y, por un momento, sentí cierta pena por esa gente que sí debía afrontar otro día ajetreado y rutinario en el espantoso verano porteño.
Pero se me pasó enseguida. No me generan ningún buen sentimiento perdurable. Me gustaría tener la oportunidad de despertarlos con una banda del ejército en sus oídos y que lo primero que vean sus ojos sea el mismísimo demonio (si es que existe) o cualquier ser horrendo que se le parezca.
¡Vamos! No es que sea odiosa, todos los humildes peatones e incluso todos lo que en esos momentos no estamos montados en la cólera de un embotellamiento, pensamos cosas iguales de crueles.
Yo te leo y si bien no gozo de las ventajas que tenes por laburar en el Gobierno (vos lo decis asi) puedo decir que los dias que puedo levantarme tarde, duermo como un agelito...
ResponderEliminarPorque Floresta es muy muy muy tranquila. Deberias amanecer un Domingo por estos lugares...o un feriado, aunque sea solo para los que estan en el Estado trsabajando...
No tiene precio !
Beso grande
http://nadapuedesurgirdelanada.blogspot.com/