jueves, 29 de enero de 2009

Por una moneda

Hoy le di un discurso al colectivero del 111 que versaba sobre mis derechos como usuaria y las responsabilidades de la empresa de transporte respecto a la falta de cambio. ¡Pobre tipo! ¿Qué culpa tiene él, no? Pero la culpa tampoco es mía.
Obviamente, al señor le importó un cuerno mi disertación y me bajó en la siguiente esquina. Tuve que resignarme a caminar no sé cuántas cuadras porque ya me había comprado demasiadas pelotudeces innecesarias para conseguir $1,10 en monedas y resulta que el viaje vale $1,20.
Mientras prácticamente trotaba para no llegar tarde al trabajo, transpirada por un asqueroso porcentaje de humedad del 90 %, se me acerca un nene y me pregunta “señora, ¿me da una moneda?”. Tuve ganas de ahorcarlo. Sí, por lo de la moneda y por lo de “señora”. Me contuve, desde ya, él tampoco tiene la culpa.
Pero los que tienen la culpa me quedan demasiado a trasmano y no tengo la oportunidad de decirles que son unos malparidos que me complican la existencia. Y probablemente, si pudiera hacerlo, reaccionarían como el colectivero, es decir, no me darían pelota.
Algunos se congratularán con mi problema y otros me dirán que hay cosas peores. ¡Ya sé que hay cosas peores! Ya sé que en el norte del país se mueren nenes de hambre, que hay gente que agoniza esperando un transplante, que la mayoría de las economías mundiales están entrando en recesión… ¡me importa un carajo!
Soy una egoísta, una mierda de persona que se caga en el prójimo porque pretendo que cosas tan simples, como sacar un boleto de colectivo para trasladarme a mi trabajo, no resulte una odisea semejante a la de Frodo intentando llegar a Mordor.
Es tan frustrante. Yo creía que uno venía al mundo para cosas importantes, que las pruebas en la vida había que superarlas para lograr fines nobles y trascendentes. ¡Qué irónica resultó ser la puta realidad de cada día! Entre las monedas, los malabares para llegar a fin de mes, las 250 vueltas que implica cada trámite estúpido, y todos los etcéteras que se les ocurran, llego a la noche exhausta y mi vida no parece ser más que una suma de días estresantes.
Me tendría que meter la sublimación en el culo y conformarme con la rutina extenuante que me imponen, pero no puedo. Cuando me sobren unos pesos, juro que empiezo terapia. Mientras tanto, seguiré maltratando mi mente con la mierda cotidiana y distrayendo mi espíritu con este blog pedorro!

viernes, 23 de enero de 2009

Son todos iguales(?)

Hoy escuché a una ex gordita, petiza y morochona quejándose en un pasillo del edificio donde trabajo porque había llegado tarde gracias al mal funcionamiento del subte: “Lo que pasa es que hacemos las cosas como los negros”, sentenciaba desde su evidente complejo de inferioridad disfrazado de arrogancia.
Hace unos días, una señora que también trabaja en el Estado apareció en el baño, con su pelo amarillo y sus raíces de tres centímetros, buscando un conjunto de ropa interior (en esos baños deben vender hasta heroína), explicando a la vendedora “necesito urgente un conjunto nuevo, ando frente a mi marido con cualquier cosa, ¡parezco una boliviana!”.
Las dos veces me mordí los labios y apreté los puños para no romperles la cabeza y llenarlas de burdos insultos (los únicos que podrían descifrar).
Más tarde y algo menos ofuscada, intentaba entender semejantes comentarios, comprender cómo no se avergüenzan de sí mismos. Por supuesto, no pude.
Hasta donde yo sé, los negros son una raza y los bolivianos, habitantes de un país. Y si pensamos en su pasado reciente, de esclavos los primeros, de Nación sometida por gobiernos corruptos, títeres de los asesinos del Norte los segundos; y en su presente, que cambió en la formalidad (los negros juegan al básquet y cantan rap y los bolivianos luchan “protegidos” por tratados internacionales y por un gobierno de origen indígena), pero que en lo fáctico continúa siendo, para la gran mayoría, una obscena prueba de las tantas injusticias de este mundo, creo que, al menos, deberíamos sentir respeto por el sólo hecho de que sigan existiendo.
Algunos preferirán que se extingan, pero ¿quiénes ocuparían entonces su lugar?
Es desagradable escuchar ese tipo de comentarios que, por cierto, no tienen ningún asidero científico y son insostenibles desde una argumentación lógica. Aunque también es patético y tristemente común que la gente repita estas aberraciones discriminatorias constantemente.
“Los judíos son todos unos ventajeros”, “Los gitanos son todos ladrones”, “Los chilenos son unos hijos de puta”, “Los chinos son sucios”…
No digo que no haya convicciones, posturas políticas, puntos de vista ideológicos, pero un poco de sensatez no vendría mal a la hora de formularlos. Impedir que la lengua sea más rápida que el cerebro y detenerse a pensar cuán estúpidos e ignorantes somos al generalizar de esa manera. Sería todo un logro para los que se horrorizan frente a guerras, genocidios y otras delicias de la historia, cuando –en lo esencial- lo segundo es lo primero llevado a la práctica.
Aborrezco las generalizaciones, me dan náuseas, me parecen el reflejo de una sociedad bruta y acomplejada que no puede superarse a sí misma y necesita creerse superior a costa de otros aún más débiles.
Yo, que medito antes de hablar y trato cada día de no elegir la idiotez, tengo la firme convicción de que todos los que generalizan son unos verdaderos imbéciles.

martes, 20 de enero de 2009

Esos días

Ayer me llegó un forward de esos que ponen los pelos de punta. No recuerdo bien el título pero evocaba a la mujer. Era un powerpoint lleno de imágenes cursis y de frases más cursis todavía (al menos hay que reconocer la coherencia) que intentaba que nos sintamos privilegiadas por la sensibilidad y la receptividad de las que somos capaces durante “esos días”.
¿Quién puede ser tan sádico, hijo de puta para inventar tamaña estupidez? Es como el dicho ese de que “la plata no hace a la felicidad”. Lo dijo un pobre muerto de hambre finalmente resignado o un rico, podrido en guita, tratando de evitar que los pobres intenten sacársela.
Realmente no hay momentos en los que me sienta peor que los días previos a que me venga. Estoy completamente insufrible. Si mi pareja me dice “Buen día”, al levantarse, puedo montar en una cólera descomunal porque no agregó un “mi amor” a su saludo. Si me dice “Buen día, mi amor” me ofendo y decepciono, increpándolo sobre qué me está escondiendo que anda tan cariñoso. De verdad merezco la horca. Soy capaz de llorar a moco tendido la muerte de una mosca y de querer boxear a mi simpática vecina por dejar marcada su huella digital en el espejo del ascensor.
Todavía recuerdo muy bien el día de mi primera menstruación (disculpen “hombres”, aunque no les guste las mujeres menstruamos y es algo NATURAL, mucho más natural que el que ustedes se rasquen los testículos), tenía 12 años recién cumplidos y era 6 de enero. Me desperté con un dolor espasmódico que me retorcía el abdomen y pegué un grito terrible al ver las sábanas manchadas: “¡mamáaaaaa!”. Ese día vi a mi madre tener una de las reacciones más estúpidas que le recuerdo, “Ay! regalito de reyes”, me dijo. “Yo no quiero esto, yo quiero la plata que pedí y quiero ir a la pileta.¡Y dejame seguir teniendo un buen recuerdo de los Reyes Magos!”.
Me pregunto, si dios o la Naturaleza son sabios, ¿por qué nos privan de nuestro raciocinio y nos abandonan a merced de un cúmulo de hormonas ciclotímicas que nos hacen ver gordas, feas, viejas y temer que una depresión patológica nos invada de por vida y no haya Rivotril capaz de curarla?
Odio a los imbéciles psicólogos, ginecólogos o aficionados a inventar powerpoints pelotudos que no tienen la menor idea de lo denigrada, vulnerable e insoportable que se siente una en esos días.
Pero ¡ojo!, puedo cambiar de idea. Si me agarran mañana, después de que me venga, voy a estar optimista, sonriente y hasta dicharachera y, probablemente, les haga un elocuente memorándum de las incontables ventajas de ser mujer.
Pero eso será mañana. Hoy no se me acerquen, no opinen y no me manden cadenas cursis porque hoy no hay nada en el mundo capaz de gobernar mi progesterona!

viernes, 16 de enero de 2009

Quiero ser modelo, pero ¿de qué?

Mi novio es un amor. Me trae de su oficina toda la basura en la que yo jamás gastaría un centavo (bueno, debo confesar que alguna vez lo gasté). Léase revistas tales como “Gente”, “Para Tí”, “Susana”, etc.
Todavía no entiendo si espera que de mirar tantas minas divinas en bolas y leer tantas pelotudeces se me contagie (lamentablemente, lo primero no es contagioso) o sí solo quiere darme letra.
Realmente me cuesta creer que alguien con supuesto criterio editorial pueda poner en una página algunos de los últimos gritos de la moda, en este caso los “Hot short” (que sólo son "hot" en las modelos de la revista, porque en la mayoría de las mujeres serían un chiste) y en la siguiente, “La muerte que conmueve al mundo”. Nada más y nada menos que una nota sobre el asesinato lento y perverso de un bebé de poco más de un año por parte de sus padres… yo intentaba despegar, con el pulgar húmedo, la página que seguramente había quedado adherida en el medio, pero no, no había nada.
Me cagó la tarde mi amorcito. ¿Por lo del bebé muerto? No, no. Eso ni lo leí. Lo que me amarga es ver esos cuerpos irreales que yo nunca voy a tener y esa ropa increíble que jamás podré pagar. Obviamente la ropa no la usan estas chicas, ellas no llevan casi nada. Lo mínimo indispensable para que no califiquen estas joyas de la literatura como ediciones triple X.
Por supuesto, mi reacción es la previsible en cualquier mujer con un poco de orgullo y cierto nivel tolerable de envidia: ODIO. Odio brotando lentamente y carcomiendo toda esa seguridad que tanto nos cuesta construir. “Ese culo tiene photoshop”, “no puedo creer que un par de prótesis mamarias hagan que este bagre esté en la página de una revista y encima cobre!” y comentarios por el estilo.
Pero también me indigna que estas publicaciones tengan tantos compradores y, lo más llamativo, que la mayoría de ellos sean mujeres. Después de algunos meses, deberíamos darnos cuenta que es una vil mentira que haya trucos para tener el cuerpo de Pampita o la cara de Araceli. Hay que nacer de gente linda y tener plata para vivir en un tira y afloje con el paso de los años, no hay otra. Deberíamos poder ver que por más que leamos y leamos la maravillosa vida de Juanita Viale o de María Vázquez, no se producirá ninguna transferencia mágica que nos ponga en una situación siquiera similar a la de esas turras.
De todos modos, estos ataques se me pasan bastante rápido. Me recuerdo a mí misma que no quiero ser así. ¡Prefiero un poco menos -bueno bastante menos- tetas y más cerebro para ser consciente de mi desgraciada mediocridad y criticarlas con un poco altura! (Altura intelectual, obvio, si midiera más de 1,70 mts. sería modelo y no perdería el tiempo escribiendo huevadas).

martes, 13 de enero de 2009

Lunes

Hoy tuve un día de mierda, para variar. Me levanté con un dolor agudo en la espalada que, drogas mediante, no cedió. En la oficina reinaba un clima de lunes capaz de deprimir a un fanático de la música electrónica bajo los efectos del éxtasis en plena creamfield. Y encima me percaté de que estoy cobrando $100 menos de lo que dice mi recibo de sueldo, que de por sí es una miseria.
Puntualmente me retiré de mi trabajo, cosa que nunca sucede a la hora de llegar, con un sueño exasperante gracias a los efectos colaterales del míorelajante, aunque, desde ya, con más dolor de espalda que cuando desperté. Tomé el subte urgida por llegar a mi cama y esperanzada por el único detalle positivo de un enero en Capital: menos gente. Cuando llegué a la estación Diagonal Norte para combinar con la línea D, el paisaje se asemejaba a una manifestación de la década del 80. El servicio estaba interrumpido.
¿Por qué? ¿POR QUÉ SON TAN GUACHOS? Mañana el pasaje pasa a valer $1,10. Me gustaría saber con qué autoridad moral se dan ese lujo. ¿Por la excelencia del servicio, quizás? Yo creo que es sadomasoquismo. Una medida con las características comunes a todas las políticas que afectan a la mayoría de la gente, o sea, al 80 % de los boludos que hacemos magia para llegar a fin de mes y pagamos religiosamente todos los impuestos.
Una vez por semana, como mínimo, pronuncio en voz baja “les voy a poner una bomba” y realmente lo haría si pudiera. Haría estallar a Metrovías, a Telefónica (a la cual le pedí la baja del servicio hace más de 6 meses y me siguen facturando), a TBA, a Autopistas del Sol y a muchas empresas heredadas de la última década infame (los 90) que no hacen más que robarme impunemente. Y, para colmo, tengo que lidiar con los inútiles, inoperantes que están para soportar mis reclamos y que no pueden pronunciar dos palabra por fuera del “speach” imbécil que les arman que parece estar dirigido a infradotados (hasta en eso son cínicos).
No estoy bogando por el comunismo. Aunque Marx me parezca de los pensadores más lúcidos que he leído, tengo una mínima noción de dónde estoy parada. Pero, por lo poco que he aprendido, me da la sensación de que el Estado no cumple con muchas de las funciones que le corresponden. Excepto que estas sean enriquecerse ilícitamente, aumentar la corrupción y la pobreza, etc., etc., etc.
Más allá de las interminables opiniones que puede haber al respecto, hay algo que me genera un poco de culpa. Precisamente, poner siempre la culpa en los demás, porque los políticos que tenemos no nacieron de un repollo y porque, en mi opinión, no cumplimos nosotros tampoco como ciudadanos con solamente no faltar a la carga cívica de emitir un voto y pagar los impuestos.
A veces tengo la sensación de que somos un obediente rebaño o una manga de vagos irresponsables. Pero no, yo no voy a rendirme, ya verán que un día de estos me decido y me transformo en una ciudadana activa políticamente, responsable y solidaria y les pongo una buena bomba a esos hijos de puta, empezando por Metrovías…

domingo, 11 de enero de 2009

Marqueting Viral II

Blackies, scoring, marketing, mouse, fashion, top, cool, shit!. Perdón, ¡MIERDA!, mierda quise decir.
Y ahora el word me marca error en todas las palabras en castellano. Jajajaja, juro que es cierto.
Ya decía unos párrafos más abajo y unos días atrás quiénes son los responsables de mi futuro de fanática de la RAE.
Me enteré, gracias a una cautivante entrevista televisiva, que los floggers llaman “blackies” a los negros. Por si hay algún inocente desprevenido, no son negros de raza, eh? No, no, son “negros de alma”, según declaró la indescriptible persona que aparecía en pantalla (La Santa Inquisición temblaría en estos días de tolerancia).
Parece que nuestra lengua madre (por si queda algún otro desprevenido, no es el guaraní, es el castellano) es tan pobre y elemental que necesitamos recurrir a términos de otro idioma –casualmente el inglés- porque no hay en el nuestro palabras para decir negros, puntos, mercadeo, ratón, moda, mejor, copado o MIERDA.
Ya sé que la globalización y bla bla bla, ya me conozco ese discurso de memoria. Eufemismos. Asquerosos y estúpidos eufemismos que sólo intentan disfrazar con un concepto menos agresivo una dominación de trasfondo económico que, cada vez menos, requiere de la violencia.
Lo que más me enfurece es que venga de parte de semejante cultura berreta. No es que congenie con el patrioterismo. Los límites geográficos me parecen sólo un mal necesario en este mundo. Pero tampoco me complace la obnubilación colectiva y bastante consciente con la idiosincrasia de gente que no hace más que producir remakes (ironías de la literatura) y matar a aquellos que no les dan lo que quieren.
Me avergüenza, me indigna, me sulfura. Nuestro mestizaje está plagado de una historia rica no sólo en palabras, también en música, mitos, tradiciones. Juana Azurduy murió luchando junto a su esposo y sus hijos por la construcción de este país. Pobre, que al pedo. (si no saben quién es, pueden buscarlo en google!)
Nosotros somos así de vivos: nos venden una vaca ensillada y nos vamos al hipódromo. ¡un poco de decencia, una cuota de dignidad! Digo, ya que nos dejamos coger, por lo menos hagamos como que no nos gusta.

Aclaración: las limitaciones de este espacio y, por supuesto, las propias de quien escribe revelan una inevitable superficialidad en el análisis de muchos conceptos y cabos sueltos en sus relaciones. Sorry!

miércoles, 7 de enero de 2009

"Marqueting viral"

¿De verdad un jabón en polvo puede ser revolucionario? Puedo aceptar que lo sea un polvo, pero no precisamente el de lavar la ropa.
Entre el vocabulario flogger, la globalización y la publicidad están logrando que me transforme en una fundamentalista pro RAE. Nunca fui partidaria del academicismo o de las estructuras inútiles que tornan trunco el presente sacrificándolo a un pasado que, sólo por una nostalgia sintomática de apatía, parece ser mejor. Pero, por alguna razón ridícula de mi parte, me parece que revolucionaria fue la teoría heliocéntrica de Copérnico, no el detergente más rendidor.
Pueden llamarme conservadora si les place, pero que me manden un mensaje de texto en el que leo “hola k tal”, me pone los pelos de punta. La k es para escribir kilo, ¿no lo aprendieron en primer grado? Y para qué les cuento cuando el mandato de consumo viene de la mano de metáforas tan paupérrimas como las de que un determinado auto es sinónimo de libertad o que una bebida, que a mí no ha logrado más que producirme tremendas resacas, va a hacer que Brad Pitt me declare matrimonio.
¡Me da asco!
Libertad fue quizás lo que lograron los griegos durante el esplendor de la democracia en las polis. Libertad, tal vez, es un ideal por el que peleó Oscar Wilde desde la literatura, Mandela desde el pacifismo, los estudiantes en Mayo del 68 y hasta los revolucionarios cubanos por las armas contra la dictadura de Batista (que viene al caso por la fecha y representa, aunque con otros resultados, distintos movimientos en contra de los nefastos gobiernos militares en América Latina). Pero no me vengan con que la libertad es algo que voy a sentir por pagarle un montón de plata a Fiat o a Renault y quedar atada a un banco privado que me va a comer con los intereses. Eso es comodidad, a lo sumo confort y no tiene un carajo que ver con la libertad.
Los eufemismos baratos, la vagancia traducida en apretar un tecla menos, la apelación a sentimientos, o incluso a pulsiones humanas, y la evocación a valores e ideales que casi no tienen lugar en el presente con el fin de conmoverme y venderme tanta mierda que mañana será obsoleta, revuelve todo lo que trato de meter bajo la alfombra de la conciencia y me provoca deseos animales de vociferar palabrotas y obscenidades a los cuatro vientos.
Pero no voy a sucumbir. Hay que hablar bien y llamar a las cosas por su nombre, ¡carajo!

sábado, 3 de enero de 2009

Despertares

Dormía plácidamente la mañana del primer viernes de este nuevo año, ya que gozo de las inconmensurables ventajas de ser empleada del Estado. Entre sueños comencé a percibir ruidos espantosos y, por un momento, debido al embotamiento que precede a la vigilia, temí estar en la Franja de Gaza en pleno conflicto bélico con los israelíes.
Cuando manoteé el celular, que ya desde hace años remplazó a mi antiguo despertador, vi con amargura que eran las 8 de la mañana.
No hubo almohada sobre la cabeza, vidrios ni persianas que lograran ahuyentar el ruido de los motores y las bocinas que aparentaban una procesión de coches llevando a bordo mujeres a punto de parir o niños al borde de la muerte.
Por un momento tuve una necesidad imperiosa de abrir la ventana y disparar con una bazooka directamente a la intersección de Ayacucho y Viamonte. Pero me detuvieron dos motivos. El primero, si lo hacía me convertiría en uno de ellos. El segundo, no tengo una bazooka.
Suelen indignarme varias facetas de nuestro ser argentino, y esa ansiedad que sólo sabemos canalizar rompiéndole las pelotas al otro es una de las más notorias.
No puedo dejar de preguntarme, ¿qué piensan que van a lograr apretando las bocinas de ese modo compulsivo?, ¿creen, en su estúpida prepotencia, que este mecanismo tiene el poder de acelerar nuestro desastroso tráfico?
Hay países en los que las bocinas no suenan, de hecho está prohibido presionarlas, y el tráfico vehicular no se asemeja a los éxodos masivos y desesperados que anticipan el fin del mundo en las típicas películas norteamericanas, sino todo lo contrario, transcurre con una armonía digna de lo que solemos considerar civilizado.
Me levanté, por supuesto, con el humor de perros que generalmente tiene uno cuando lo despiertan de ese modo, sobre todo un día no laborable y, por un momento, sentí cierta pena por esa gente que sí debía afrontar otro día ajetreado y rutinario en el espantoso verano porteño.
Pero se me pasó enseguida. No me generan ningún buen sentimiento perdurable. Me gustaría tener la oportunidad de despertarlos con una banda del ejército en sus oídos y que lo primero que vean sus ojos sea el mismísimo demonio (si es que existe) o cualquier ser horrendo que se le parezca.
¡Vamos! No es que sea odiosa, todos los humildes peatones e incluso todos lo que en esos momentos no estamos montados en la cólera de un embotellamiento, pensamos cosas iguales de crueles.