viernes, 9 de octubre de 2009

Los 30 y alrededores

Estoy indignada. Hoy llegué al gimnasio y me encontré con unas pendejas en uniforme de colegio caminando en la cinta cual si anduvieran de paseo viendo vidrieras, con unos cuerpos despampanantes.
Advertí que por más que me mate haciendo glúteos, ya NUNCA tendré la cola que tenía a los 18. La cara más redonda, pero con la piel tersa y sin huellas del estrés y la mala sangre de un adulto con responsabilidades.
Encima ahora las nenas tienen onda y desparpajo. Yo era una acomplejada que no salía a la calle sin algo atado a la cintura y ellas van por la vida con una polleras que parecen cinturones.
Digamos que tampoco soy un escracho. Pero con vestidos cortos me siento una vieja ridícula y con prendas largas, por demás de avenjentada.
Yo había leído en varios lugares que a los 30 la mujer comienza a vivir su plenitud. Eso lo habrán decretado a fuerza de marketing los centros de estética, gimnasios y demás lugares por el estilo. Cuya clientela somos las mujeres que empezamos a sentirnos baqueteadas pero aún dentro del mercado.
Claro que con lo que salen los tratamientos, se complica sobremanera.
Y no me vengan con eso de la vida saludable, que en todo caso es una verdad a medias. La realidad es que queremos permanecer dentro de los cánones de belleza, imperativos categóricos para poder vestirse a la moda o gustarle a los panzones de treinta y pico…

Repito: estoy indignada y, por supuesto, algo deprimida. Se me ocurren dos ideas (pero desde ya estoy abierta a otras): o los gimnasios, bares, plazas y demás espacios de esparcimiento ponen horarios restringidos para menores de 25 años y de 55 kilos o nos juntamos en una noble causa y, en vez de tomar facultades o cortar calles por los desempleados, la educación o la pobreza, tomamos Iobella, Slim, etc. y hacemos la revolución: ¡belleza, juventud y piel de durazno para todas!

lunes, 5 de octubre de 2009

Carlos Alberto, la Negra y yo (escrito el sábado 3 de octubre)

Carlos Alberto trata de contener las lágrimas que le hacen temblar las pupilas mientras me cuenta la vez que conoció a Mercedes Sosa, cuando él era cocinero en Los dos Chinos y ella almorzó allí con León Gieco.
De fondo se escucha la voz de Bravo en Continental hablando del estado de salud de la Negra.
Yo le cuento que a mi también me pone triste porque ella me recuerda mucho a mi niñez, cada vez menos nítida y más inventada.
Mientras le escruto los pómulos oscurecidos por el sol de la Plaza Houssay, intento dilucidar cuántos años menos tiene de los que su cuerpo maltratado representa.
Pero de a poco, mientras le damos de comer a su perro (el Negro) él me va brindando pautas.
Hace años que duerme en la calle, que vive de lo que le da la gente, que está sólo (bueno, hace 5 meses tiene al Negro que lo cuida con una devoción impactante). Está enfermo y ya no hay nada por hacer, pero su mayor preocupación es qué va a pasar con su perro cuando él no esté.
Me convida unos mates y, mientras tanto, me cuenta de su infancia en Entre Ríos, de por qué no tiene a nadie, de cuando no pudo pagar más la pieza de la pensión en Congreso, de la abuela que lo cuidó. En fin, de una vida muy semejante a la de muchos de nosotros…
Cuando vuelvo a casa enciendo la radio (sintonizada siempre en Continental) y escucho de nuevo palabras desesperanzadas sobre la Negra. Me sube una angustia muy honda desde el pecho, que pronto se transforma en un llanto incontrolable.
No lloro por ella ni por él. Es, probablemente, por lo poco y por lo mucho que tengo de cada uno de ellos…