lunes, 29 de diciembre de 2008

Ser o no ser... cortés

Qué cosa tan insoportable me resulta la cortesía. No es que haga proselitismo de la falta de respeto. Es más, promuevo como causa imprescindible para nuestra fraternal vida en sociedad, el respeto por los otros. Pero la cortesía me parece votimiva.
Sobre todo porque no puedo huir de ella. Lamentablemente, como no tengo ganas de que el resto del mundo me deteste (en realidad, me gusta que me detesten, lo que no soporto es que puedan perjudicarme), debo ser cortés.
Y eso me lleva a vivir situaciones insufribles. Por ejemplo, hoy subía en el ascensor hacia mi oficina (hecho que de por sí no me pone del mejor humor) y me crucé a un gordo desagradable que, por ser delegado de un sindicato (o sea, por cagarse una y cincuenta veces en sus compañeros) cree que ostenta algún tipo de poder divino que requiere que el resto de los mortales lo soportemos. La cuestión es que, por cortesía (es decir, por temor a sufrir algún perjuicio debido a la sola razón de no saludarlo), le dije “Hola, ¿cómo pasaste la Navidad? A lo que el muy mamerto respondió con una sonrisa “mal”.
¿Cómo puede creer ese ser despreciable moral y visualmente que a mí me importa un carajo si pasó la Navidad en un velorio?, ¿no se da cuenta de que sólo pienso en las peores cosas cada vez que le hablo?.
A veces creo que, en verdad, lo sabe. Y es tan perverso que fuerza las conversaciones solamente para alargar el agónico momento de tenerlo en frente.
Por supuesto, mientras pronunciaba mi siguiente frase, maldecía el inexplicable valor social que representa la cortesía, y terminaba por sucumbir a mis habituales desprecios mal disimulados: “bueno, seguro es algo que se puede arreglar”, le dije y aceleré el paso, queriendo, increíblemente, llegar a mi oficina.
En ese instante me dije “basta! Hasta acá llegó mi tolerancia a este tipo de cualidades pelotudas como la cortesía. Se acabó, seré como me sale y, al que no le gusta, que se la aguante!”
Pero a los cinco minutos entró mi jefa (que merece un tomo de 500 páginas, cómo mínimo), me miró con su habitual sonrisa de varios miles de pesos y sus ojos sádicos y recalcitrantes y yo le sonreí diciendo: “Hola, ¿cómo pasó la Navidad?”

lunes, 22 de diciembre de 2008

Donde hay cenizas, ¿qué queda?

Hay una cosa que verdaderamente me desquicia y es el desorden. Pero, ¡ojo! Aunque rayo la conducta obsesiva, me permito irme a dormir y dejar los platos sucios.
Hablo más bien de la desidia, de la apatía absoluta. Por ejemplo, no logro que mi novio vacíe los ceniceros antes de irse a dormir o llene las botellitas de agua que toma cual maratonista. Por ende, me despierto a la mañana con un intenso aroma a tabaco que perfuma todo nuestro reducido comedor.
Tengo la maldita costumbre –como la mayoría de las mujeres- de hacer yo lo que no hace el otro. Pero unos días atrás, a punto de vaciar el cenicero en el tacho, me dije “no, señor. Que lo haga él”.
Como no soporta que le diga algo cuando recién se levanta, puse la mejor cara de mujer enamorada que me salió y le pedí amablemente: “mi amor, ¿podés vaciar el cenicero?”. Al lado, por supuesto, había una botella vacía.
Él sólo respondió con un suspiro y agarró el cenicero para llevarlo a la cocina. Obvio, sólo el cenicero. ¡Juro que la botella de agua estaba como mucho a diez centímetros de distancia!, pero no, no se dio cuenta.
Por supuesto, inmeditamente, agregué: “¿podés llevar también la botella, gordo?", su respuesta fue un suspiro más profundo y fastidioso que el anterior. Ahí comenzó mi discurso cotidiano sobre todo lo que yo hago, más todo lo que debo hacer porque no lo hace él, con lo cual, el día, comenzó con una nueva, aunque conocida, crisis de pareja.
Ahora, no me digan que lo mío es obsesivo. Lo único que pido es que, ya que yo lavo, no deje la ropa tirada y la lleve al lavadero; ya que yo barro, no me deje los 29 calzados que usa diariamente desparramados por el comedor o escondidos debajo de la cama; ya que yo limpio los muebles, no deje los viajes usados de subte, los boletos de colectivos, los apuntes, las llaves, los cigarrillos, el reproductor de mp3, el celular y las malditas botellas de agua vacías sobre cada centímetro desocupado que encuentra en un mueble!!!
¿Es mucho pedir un poco de compasión y un mínimo de colaboración?
Por cierto, odio también que, gracias a éste tipo de discusiones, los hombres se la pasen despotricando sobre lo “rompe pelotas que son las mujeres”, pero ese es otro tópico para rebatir largo y tendido.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Causas perdidas

Si hay algo que me brota, son las causas de Facebook.
“No llamen terroristas a los musulmanes”, “Dejen de usar animales para experimentos”, “Odio a Liz Solari en la publicidad de Pantene”… y demás consignas por el estilo.
Díos mío!!! (que por cierto no es ninguno) cuánto sedentarismo y tendinitis de muñecas debe haber detrás de semejantes pelotudeces. No puedo evitar evocar el viejo y conocido tango Cambalache, que muy bien describe esto que se ha dado en llamar posmodernismo, como la biblia junto al calefón.
¡¿Qué cuernos tendrá en común Liz Solari con los musulmanes?! Ya sé: seguro que ambos usan Pantene. Algún avispado podrá reírse, pero, increíblemente, ambos tópicos son enarbolados como causas en un mismo perfil.
La verdad que las maneras en que resolvemos el escepticismo y la crisis de identidad que nos envuelven me da escalofríos. ¿Alguien puede realmente creer que su perfil personal se define por embanderar semejantes huevadas?
Ni siquiera digo que algunos ítems no sean importantes, pero ¿de qué carajo les sirve a los musulmanes que alguien presiones “adherir” en la pantalla de su monitor de plasma de 350 pulgadas, comprado en una cadena de capitales desconocidos, con la tarjeta de crédito de papi?
Tanto activismo político me conmueve. Creo que si Ghandi, el “Che” y hasta Sid Vicius pudieran ser testigos de nuestros nuevos métodos para cambiar el mundo, cometerían suicidio en masa (después de hacernos mierda a todos los boludos que usamos sus remeras y tenemos una cuenta con “causes” en Facebook).